Conocí a Rodolfo Llinás hace unos diez años, en Bogotá, cuando formábamos parte de un grupo de pedagogos convocados por el gobierno para intentar una reforma orgánica de la educación.
Al término de dos semanas me pareció que habíamos hecho un trabajo meritorio, pero lo más importante para mí —como escritor— fue lo mucho que había aprendido en mis conversaciones marginales con Llinás, y haber llegado a la conclusión de que teníamos en común la desmesura de nuestros propósitos personales. Para mí, que no tengo la formación ni la vocación, fue una oportunidad más de preguntarme cómo he podido ser el escritor que soy, sin las bases académicas convencionales ni los milagros que sólo pueden vislumbrarse con los recursos sobrenaturales de la poesía. Para Llinás, en cambio, fue una ocasión más de comprobar en carne viva su inspiración científica, su inteligencia encarnizada y la certidumbre de que el ser humano terminará por ser de veras el rey de la creación, pero sólo si encontrábamos un camino muy distinto del que habíamos seguido hasta entonces.
Desde nuestra primera conversación nos sorprendió comprobar que mucho de lo que él y yo tenemos en común nos viene de nuestros abuelos —el paterno suyo y el materno mío—, que nos inculcaron una noción de la vida que más parecía un método práctico para desconfiar de la realidad y sólo admitir como cierto lo que tiene una explicación básica. Llinás había vivido esa primera experiencia cuando quiso y no pudo entender cómo funcionaba el fonógrafo. Su abuelo, que lo enseñó a leer antes de la edad convencional, había estado preso en alguna de las tantas guerras del siglo XIX y había aprendido en la cárcel las artes de relojero. No sólo le mostró cómo se enrollaba la cuerda y cómo iba desenrollándose para cumplir su destino, sino que le conseguía toda clase de juguetes mecánicos sólo para que los abriera y los desbaratara hasta entender cómo funcionaban por dentro. Sus alumnos gozaban con el esplendor de sus ejemplos, sobre todo los que tenían que ver con sus experiencias de psiquiatra. Para que entendieran sin duda alguna cómo eran los ataques epilépticos se tiraba en el suelo en plena clase y los fingía con tal dramatismo que algunos llegaron a temer que fueran ciertos. Murió cuando el nieto era muy joven, como lo era yo cuando murió mi abuelo, y ambos los recordábamos y hablábamos de ellos como si continuaran vivos.
Fue un salto prodigioso en la vida de Llinás, pues hasta entonces no había hecho más que gambetas para eludir el mundo que los mayores trataban de inculcarle a la fuerza y sin explicaciones, porque se negaba a aceptar lo que no entendía. A mí me sucedía lo mismo a esa edad, y fui el desencanto de la familia, hasta que un inspector del gobierno me hizo una serie de pruebas que me pusieron a salvo con el diagnóstico caritativo de que yo era tan inteligente que parecía muy bruto. Lo mismo decían de Llinás, cuya primera experiencia fue en una escuela montesoriana con maestras beatas y seis niñas un poco mayores que él. “Fui el niño mal ejemplo”, le he oído decir a menudo. Se aburría tanto en las clases, que su padre lo autorizó para que no volviera, aunque le señaló la importancia de persistir aunque fuera por aprender cómo eran los otros niños.
Era tal su soledad en el mundo, que uno de sus amigos condiscípulos le contó años después cuánto lo odiaban en la escuela porque se iba en la bicicleta a comprar dulces en la tienda de la esquina, mientras sus condiscípulos agonizaban esperando el recreo en las clases de aritmética. Fue una edad feliz para él pero necesitó tres escuelas distintas para aprobar a duras penas los primeros tres años.
Visto y leído en: Interactivos Norma. Secundaria
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Rodolfo Llinás Riascos (Bogotá, 16 de diciembre de 1934), es un médico neurofisiólogo colombiano de reconocida trayectoria a nivel mundial por sus aportes al campo de la Neurociencia.
Es el actual jefe de neurociencia del Hospital de Nueva York y es uno de los médicos que más ha estudiado y que más sabe del cerebro en el mundo. El doctor Rodolfo Llinás es el colombiano con mayor posibilidad de ser Premio Nobel de Medicina.
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