Nada más terrible que tener que leer, que equiparar a la lectura con una engorrosa obligación, lejana a nosotros. Sucede desgraciadamente. Sobre todo en aquellos años de la adolescencia donde hay tanta vida que atender afuera de los temarios escolares.
Pensamos que los libros no son vida, que en ellos están los padres, los maestros y la sociedad que nos hostigan de manera constante.
Hay carteles que dicen que seremos mejores personas si leemos. El mundo se llena de palabrería alrededor de la lectura. La lectura nos parece sinónimo de aburrido, cosa seria, solemne. Al dejar el territorio de la infancia y sus lecturas gozosas, sobre todo leídas en voz alta por alguien que nos quiere, o llenas de dibujos acompañadores y graciosos, entramos en el territorio de la imaginación emergida de la palabra escrita.
Tanto decirnos que tenemos que leer puede vacunarnos contra la lectura, que, sin duda con buenas intenciones, a veces ha equivocado sus maneras. En el desesperado deseo por qué un mayor número de gente le dé una oportunidad al libro, que conozca los alcances de la lectura, se han librado desesperadas batallas en los medios impresos y electrónicos.
Aquí en corto, confieso que la lucha por contagiar el gusto por la lectura sólo se puede librar con lentitud, es una batalla más parecida a la seducción que se da entre dos personas que a la comunicación masiva.
Basta muchas veces con que el muchacho o la muchacha que nos gusta traiga un libro bajo el brazo o cite a Laura Avellaneda (de La Tregua de Benedetti) o a Demián (de Herman Hesse) o la “Canción desesperada” de Pablo Neruda, para que busquemos encarecidamente el libro.
El contagio entra por vía del afecto, de los sentidos, de la pasión con que un maestro nos exprese el tránsito que significó determinada lectura. No hay libros equivocados, tal vez momentos equivocados para acoger al libro.
Pensamos que los libros no son vida, que en ellos están los padres, los maestros y la sociedad que nos hostigan de manera constante.
Hay carteles que dicen que seremos mejores personas si leemos. El mundo se llena de palabrería alrededor de la lectura. La lectura nos parece sinónimo de aburrido, cosa seria, solemne. Al dejar el territorio de la infancia y sus lecturas gozosas, sobre todo leídas en voz alta por alguien que nos quiere, o llenas de dibujos acompañadores y graciosos, entramos en el territorio de la imaginación emergida de la palabra escrita.
Tanto decirnos que tenemos que leer puede vacunarnos contra la lectura, que, sin duda con buenas intenciones, a veces ha equivocado sus maneras. En el desesperado deseo por qué un mayor número de gente le dé una oportunidad al libro, que conozca los alcances de la lectura, se han librado desesperadas batallas en los medios impresos y electrónicos.
Aquí en corto, confieso que la lucha por contagiar el gusto por la lectura sólo se puede librar con lentitud, es una batalla más parecida a la seducción que se da entre dos personas que a la comunicación masiva.
Basta muchas veces con que el muchacho o la muchacha que nos gusta traiga un libro bajo el brazo o cite a Laura Avellaneda (de La Tregua de Benedetti) o a Demián (de Herman Hesse) o la “Canción desesperada” de Pablo Neruda, para que busquemos encarecidamente el libro.
El contagio entra por vía del afecto, de los sentidos, de la pasión con que un maestro nos exprese el tránsito que significó determinada lectura. No hay libros equivocados, tal vez momentos equivocados para acoger al libro.
Mónica Lavín. Leo, luego escribo. Ideas para disfrutar la lectura. Lectorum, México, 2001 (pp. 11-13)
Ilustración: Paulo Galindro
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