21 de agosto de 2013

“Los elegidos de los dioses”, en La herida en la piel de la diosa, William Ospina, Aguilar, Bogotá, 2003. (Adaptación)


LA VEJEZ Y EL ORIGEN DE LA LITERATURA. William Ospina, “Los elegidos de los dioses”, en La herida en la piel de la diosa, Aguilar, Bogotá, 2003. (Adaptación)

La idea de la vejez es una de las más presentes en la mitología de todos los pueblos y también en sus literaturas, pero si algo podemos deducir de esa abundancia es su relatividad. Bernard Shaw, que predicaba la longevidad y creía que vivir mucho tiempo es una opción de la voluntad, murió de más de noventa años sólo porque se sentía tan alegre y vital en cierta mañana de primavera que decidió subir al árbol del jardín a recoger cerezas y la caída le quebrantó los huesos. Casi podría decirse que aquel hombre de extraordinario sentido del humor fue capaz, como un personaje de García Márquez, de morirse muerto de la risa.

Algunos pueblos asocian la vejez con la fragilidad, el desgaste y la pérdida de horizontes, pero otros la asocian con la sabiduría, la experiencia y los tesoros de la memoria. En efecto, los pueblos antiguos privilegiaban en el gobierno a los ancianos, los escuchaban como sus maestros, y también se dejaban arrastrar por su voz a las fiestas de la memoria, no sólo a la evocación de los tiempos idos sino también al disfrute de esos relatos fantásticos en donde la historia de la humanidad se pierde en las brumas de la leyenda. Tal vez por eso, en los comienzos de las civilizaciones, siempre se asoció la literatura con esos ancianos venerables cuya voz poderosa parecía venir del origen, ancianos que a lo mejor habían sido protagonistas en su remota juventud de las aventuras que ahora narraban. Yo tengo para mí que la literatura nació de ese ejercicio de la evocación, donde los hechos reales se decantaban en la memoria, como el buen vino en las bodegas, y del mosto original se iban convirtiendo en licores mágicos y embriagadores. Lo más probable es que la guerra de Troya no haya ocurrido como la narra Homero, ese anciano tutelar de las literaturas de Occidente, pero una guerra que duró diez años en tierras lejanas y en tiempos de tantas dificultades de transporte debió engendrar muchos rumores entre los pueblos que esperaban a los guerreros ausentes, y éstos a su regreso debieron inventar muchas cosas memorables para sus auditorios siempre ansiosos de hazañas; la memoria de los guerreros muertos debió haber sido rodeada de muchas proezas fantásticas, y la fe en los dioses debió darles en la memoria un protagonismo mucho más nítido.

Cualquiera de nosotros sabe que en la memoria es más fácil ver cómo han actuado los dioses en nuestra vida, dónde su intervención fue providencial, en qué palabras casuales puede advertirse que intervino la Prudencia, en qué momento de grandeza pudo verse el rostro mismo de la Generosidad. Y si alguno de esos guerreros tardó después cinco o diez años en volver a su isla o tierra natal, en una travesía llena de accidentes y desencuentros, es fácil que esas jornadas se llenaran con numerosas memorias que la humanidad había acumulado sobre desastres en el mar y encantamientos de las islas. Es así como miles de seres humanos fueron tejiendo, en una cultura de gran homogeneidad, unida por una lengua vigorosa, esos relatos de coherencia asombrosa que unían lo real con lo ideal, los azares con los espantos, los dioses del equilibrio y la pasión con los monstruos de la crueldad y de la fantasía. Pero es necesario que los ancianos conserven una alegría y una curiosidad de niños para que esas fábulas se hagan posibles, y podemos deducir que Grecia no era sólo una cultura de niños creadores, sino una cultura de “ancianos espléndidos y salvajes” como los que anunció para el futuro el torrencial poeta Walt Whitman.

Visto y leído en: Interactivos Norma. Secundaria
Recursos didácticos para el maestro (1)
Lecturas complementarias


LA VEJEZ
William Ospina, “Los elegidos de los dioses”, en La herida en la piel de la diosa, Aguilar, Bogotá, 2003. (Adaptación)

Alguna vez le preguntaron a Marguerite Yourcenar, ya cumplidos sus 80 años, en qué edad se sentía y ella respondió: “No sé, yo diría que en una perpetua infancia”. Insinuaba que podemos pasar por la vida sintiéndonos niños siempre, conservando la curiosidad y la capacidad de juego que dan a los niños su alegría y su genio.

Tal vez podamos aproximar esa respuesta con un relato de Voltaire, Micromegas, cuyo protagonista es un viajero espacial procedente de un planeta donde las personas viven 30 mil años, y se lamentan de ese periodo tan breve, “comparable a un instante”. Bernard Shaw predicaba la longevidad y creía que vivir mucho tiempo es una opción de la voluntad. El tiempo es el más humano de los fenómenos de la naturaleza, el que más depende de nuestra percepción y de nuestra psicología.

Para empezar, los dolores, los achaques y las enfermedades no son, ni mucho menos, privilegio de las personas mayores. La infancia es una época de fiebres y aflicciones, porque es la edad de los primeros y más feroces combates con la muerte. El cuerpo tiene que ponerse a prueba frente a todos los males, virus y bacterias, accidentes y azares, que llenan el mundo, y lo hace en una frontera de ignorancia y de imprudencia, de desinformación y de curiosidad verdaderamente alarmante. Además, ya se sabe que la nuestra es una especie mucho más desprovista de instintos que las otras, de modo que una madre gata o una madre cisne tiene que proteger mucho menos del peligro a sus crías que una madre humana, y tal vez por eso inventamos las sociedades, y tal vez por eso inventamos la civilización.

La adolescencia, por su parte, es una edad de mayor salud física pero de menor salud emocional, porque los cambios corporales, el nacimiento de las pasiones, la irrupción del deseo imperioso, la incorporación al tiempo y a la abstracción, la llegada del reino del deber y de la responsabilidad y el paso de los juegos inofensivos a los juegos peligrosos ponen a vivir a cada ser humano en un tormentoso universo. Así que al llegar a la edad madura los seres humanos tienen que haber sobrevivido a muchas fiebres y a muchos riesgos, incontables veces la realidad habrá contrariado la inclinación, la biología y la cultura habrán chocado en nosotros con la imaginación y el deseo, y cada quien, como dice la vieja frase, habrá empezado a ser responsable de la cara que tiene.

La humanidad afirmó siempre que “los elegidos de los dioses mueren jóvenes” pero tal vez lo hizo para consolarse ante la evidencia de que a lo largo de los siglos la mayor parte de la humanidad murió en la infancia o en la juventud. En tiempos del Renacimiento llegar a los cincuenta años era haber alcanzado por milagro la ancianidad. De dos ancianos de ese género puedo dar noticia aquí: del emperador Carlos V, quien murió a los 58 años en la más avanzada decrepitud, lleno de dolencias y achaques; de aquel hidalgo de Cervantes, don Alonso Quijano, quien llegado a la vejez, a los 50 años, vino a perder el juicio y se fue por los caminos delirando ser héroe, buscando dragones y gigantes...

Es probable que los verdaderos elegidos de los dioses sean esa minoría, hoy creciente en el mundo, que logra sobrevivir a los azares de los años y a los extravíos del mundo. Sin embargo, hay jóvenes sabios y ancianos necios.

Finalmente, conviene recordar que duración y plenitud no son equivalentes.

Visto y leído en: Interactivos Norma. Secundaria
Recursos didácticos para el maestro (3)
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